
Temo el día en que mis pasos ya no corran presurosos para hacer el bien ni mis manos conozcan el gozo de su propio oficio.
Temo el día en que mis bailes sean memoria,
y el sazón de esta alma introvertida
solo aparezca en deshoras, sin locura ni chispa.
Temo el día en que mis gestos y mis notas
se vuelvan insípidos: sin tono, sin fuego, sin armonía.
Temo el día en que mi mente no cante nuevos soles y, en su angustia, oculte todas las melodías que hoy le brotan con libertad.
Temo el día en que mi corazón deje de ver hermosura en la lluvia y en los cielos despejados; el día en que ya no proclame gratitud y amor al Dios del universo.
Temo el día—si llega—en que, aun sobre mi lecho, no pueda expresar con gozo que espero la ciudadanía que me aguarda en el cielo,
con legado construido y fe consumada.
Temo el día en que la palabra se me escape,
y olvide que mis triunfos y pérdidas
fueron siempre medios de gracia
para entregarlo todo por Su causa.
Temo el día en que ella, mi compañera de vida, no pueda tomar mis manos con fuerza,
y que el mar de sus ojos contemple
nuestros barcos naufragar
sin poder alzar los brazos en medio de la tormenta.
Temo, finalmente, el día en que mi corazón no pueda latir rindiéndose cada mañana
al aire nuevo y a las promesas de un cielo venidero, donde mesas y galardones esperan a los valientes que dieron todo por Su causa.
“Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador.” — Filipenses 3:20